miércoles, 18 de enero de 2012

¿Cuánto vale la vida?

Más bien, lo que voy a escribir en esta entrada no se puede resumir con el título que he puesto. Iba a poner "¿Vale la pena vivir?" pero no quería asustaros ni que le dierais un significado erróneo al adelantaros a sacar suposiciones antes de leer lo que quería escribir.
Por si acaso a alguien le ronda por la cabeza, no, tranquilidad, que no me voy a suicidar, esta no es mi última entrada, ni nada por el estilo.

Desde que éramos pequeños, nuestros padres, nos han llevado entre algodones: a unos con más lujos y caprichos, otros con menos, pero eso no quita que nuestros padres nos protegieran de todo lo que estaba en sus manos. Incluso cuando el peligro no dependía de ellos nos decían: "Cuidado, te vas a caer" y rápidamente nos alejaban del peligro, o cuando nos decían: "Ponte la chaqueta, no te resfríes": Seguro que a más de uno nos han salvado de algún rasbuño y de algún constipado. Sí, ¡claro que nos hemos resfriado miles de veces y nos hemos caído o hecho algún rasbuño otras tantas! Pero eso no quiere decir que ellos no lo hayan intentado.
La vida, pasa. Vamos creciendo, divirtiéndonos, madurando... Y haciendo mil y una cosas diferentes. Pero todo se acaba. Puede ser rápido, como una ráfaga de aire frío, como una moda de dos temporadas o puede tardar un poco más, como acabar los estudios. Pero todo, para bien o para mal, pasa... Y se acaba.
¿Pero qué pasa cuándo se acaba todo aquello que llena la vida? La vida, poco a poco, también se va acabando y, aunque parece que sólo nos damos cuenta cuando perdemos a un ser querido, ocurre. ¿De qué sirve todo lo que has aprendido si vas a morir? Es más, ¿Sirve alguna cosa cuando ves que poco a poco tus seres más queridos te van dejando, se van alejando y toman ese camino del que no hay regreso?
Hay gente que pide el don de la juventud eterna, algo así como ser Dorian Gray, pero yo, he llegado a la conclusión de que no quiero eso. Me encantaría que los demás fueran inmortales y yo la única mortal entre mis seres queridos. Así, cuando llegase el momento, yo sería la que no sufriría al decirles ese último adiós. Suena egoísta por mi parte, porque les dejo con todo el sufrimiento, pero no quiero pasar por eso. Me niego a decir adiós a ese ser que me ha acompañado once años de mi vida. A ese ser que ha estado conmigo desde que tenía los seis años. A ese ser que me compró mi padre, deseando que callara mi deseo de tener un perro como animal de compañía. Ayer, después de once años, me dí cuenta de que mi padre había conseguido su propósito y, la pequeña y delicada ave, su función. Y la ha cumplido con creces.


Una Adolescente Soñadora que se niega a decirle adiós a su mascota.

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